Los ciudadanos entienden con naturalidad y no tienen el menor inconveniente en admitir que el médico modifique la terapia, la dosis y hasta la pauta de tratamiento a sus pacientes a medida que evolucione la enfermedad o surjan nuevas complicaciones diferentes a la dolencia original, pero no parecen entender ni estar dispuestos a aceptar eso mismo para combatir una crisis de naturaleza económica. Y mucho menos si se trata de la banca.

Los sucesivos planes anticrisis que los gobiernos y los organismos supranacionales han ido superponiendo, una tras otro, desde 2008 para combatir la más compleja y profunda crisis desde 1929 han sido tachados de "improvisaciones". Y otro tanto los sucesivos stress test o pruebas de resistencia de la banca y las diferentes oleadas de recapitalizaciones bancarias.

Pero hoy la crisis difiere mucho en su sintomatología y dolencias del cariz que tenía en 2009 y también entonces fue distinta del perfil y diagnóstico que había tenido antes de septiembre de 2008. Se trata de una crisis mutante y polimórfica, que se reconfigura y readapta frente a los planes de choque sin que por ello deje de ser coherente con su génesis: una inmensa resaca destructora tras la gran bacanal de consumo, inversión inmobiliaria y deuda privada que se gestó desde mediados de los años 90 en el mundo desarrollado.

En el caso del sistema financiero es determinante su naturaleza intrínseca distintiva. Es consustancial al negocio bancario que su endeudamiento supere el 90% de todos sus activos, lo que sería inimaginable en una cualquier otra empresa. De manera que si la banca tuviese que tener cubierto cualquier riesgo hipotético o potencial sobre la totalidad de sus activos tendría que duplicar sus recursos propios o reducir a la mitad su contribución a financiar la economía. En ambos casos los costes serían inasumibles y los requerimientos, inviables.

Por eso el sistema bancario está obligado a prevenir y tener dotados los riesgos probables y presumibles pero no los improbables y mucho menos todos los eventualmente posibles. Esto no es diferente a lo que ocurre en otros ámbitos. Ningún Estado podría costear la prevención de todos los cataclismos potencialmente posibles ni garantizar la protección plena a sus ciudadanos ante cualquier supuesto imaginable de desastre natural. Sería económicamente irrealizable. Hay protección para lo malo, pero nadie nunca estará protegido para lo peor. Por tanto, la única respuesta posible es la gradualidad de las medidas preventivas en proporción con el nivel de alerta.

Esto es lo que ha estado ocurrido desde el origen de la crisis. El sistema financiero de Estados Unidos y Europa lleva cuatro años recibiendo las embestidas de una crisis a cuya gestación contribuyó -en unos países más que en otros-, pero sin que quepa eximir de esa responsabilidad a las empresas y familias que se supraendeudaron sin que nadie les obligara, a las autoridades que desregularon el sector y a los bancos centrales que mantuvieron los tipos de interés en tasas reales negativas, lo que abocó a las entidades comerciales a una sobreactuación crediticia para compensar el estrechamiento de sus márgenes.

Ahora, justo cuando la economía precisaba de respaldo financiero e inversión crediticia para reanimar la oferta y la demanda, la banca se ve forzada a un sobreesfuerzo de recapitalización sucesivo y a una exigencia creciente de solvencia para protegerse de un riesgo que jamás había estado en las previsiones. Si había una inversión considerada segura en el mundo era la deuda soberana. Estaba generalmente admitido que, salvo excepciones de países inviables, los bonos públicos eran un activo libre de riesgo y que por tanto no consumían capital a la banca cuando invertía en esos títulos.

La posible o casi segura quita o condonación de casi el 60% de la deuda pública griega golpeará sobre todo a la banca francesa -la más expuesta- y, en segundo lugar, a la alemana, pero tendrá efectos inducidos para el conjunto del sistema. A ello se suma la intención de que la banca deprecie la deuda pública de otros países meridionales que tenga en su balance, todo lo cual comportará una imperiosa necesidad de reforzar los recursos propios.

Alternativas

Para ello hay dos vías: acometer una ampliación de capital o reducir los activos considerados de riesgo. La primera opción es endiablada para la banca, como se acaba de ver con algunas cajas españolas. Apelar al mercado para obtener capital tendrá un muy elevado coste en las circunstancias actuales porque serán muchas las entidades que compitan a la vez por un ahorro remiso a aventuras inversoras, porque prima una alta incertidumbre y mucha desconfianza en los mercados -se ha vuelto a la sequía interbancaria de fines de 2008, lo que explica que los mayores bancos centrales del mundo se concertaran el 15 de septiembre para restablecer una estrategia conjunta de máxima inyección de liquidez a la banca europea- y porque existen bajas expectativas de rentabilidad a corto y medio plazo en el negocio bancario y porque la Comisión Europea quiere prohibir el reparto de dividendos en entidades que reciban fondos públicos.

La alternativa es reducir los activos de riesgo pero esto supondrá introducir una restricción aún mayor a la actividad crediticia y al préstamo de la banca a empresas y familias, y justo cuando más se necesita que se reanime la iniciativa privada una vez que se ha impuesto el ajuste severo al sector público.