Si comparan la multisecular floración de obras maestras inspiradas en la semana de pasión con lo que ahora engendran los mismos temas, el balance puede sumir a los creyentes en una depresión profunda. Las artes literarias, visuales y sonoras son indicadores expresivos de los cambios sociales de mentalidad y costumbres, pero también del cultivo religioso de la trascendencia. Si hoy existiera un talento pictórico como El Greco, o un músico genial como J.S. Bach, ¿existen clérigos o príncipes capaces de encargarles algo parecido al Expolio de Cristo o la Pasión según San Mateo? ¿Son viables un Juan de la Cruz o una Teresa de Ávila? Bien clara está la respuesta negativa. El motivo no es que los creadores de hoy practiquen un arte distinto de calidad equivalente -que ojalá- sino el imperialismo de la mercancía y el valor de cambio.

La iglesia y los príncipes son mucho más ricos que los de los siglos XV a XVII, y la espiritualidad sigue describiendo el estrato más hondo de la condición humana. Pero la población se ha multiplicado exponencialmente y ha mutado el signo de las necesidades primordiales. Una legión de esclavos constructores de pirámides egipcias o de catedrales góticas es moralmente tan impensable como un sistema que gobierne para los elegidos o el estado de hambre y miseria de millones de seres en las afueras del superdesarrollo. Pero estas realidades siguen existiendo a pesar del cambio que no hace rentable la estimulación del gran arte. Bien se bastan las subastadoras internacionales que mueven enormes fortunas en transacciones destinadas a los búnkeres de la continua plusvalía.

La espiritualidad nunca ha sido patrimonio exclusivo de las religiones. No parece trágico que tampoco lo sea en la semana de pasión, por encima de rituales para exiguas minorías o manifestaciones más atractivas como testimonio cultural que como invitación al pietismo. Mayoritariamente, esta semana es tiempo de vacaciones mundanas y está muy bien que lo sea. La perfección consistiría en ponerlas al alcance de todos, porque ir en pos de una cierta alegría de vivir en medio de la fatiga y la desigualdad, es también una forma de reencuentro con una parte de la naturaleza humana sofocada por el oficio de vivir. El descanso y el esparcimiento han ido troquelando una distinta forma de espiritualidad y se legitiman como derechos de la persona. El anhelo de felicidad que no se frustra en el exceso es, tal vez, una de las formas de la santidad.